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Opinión

Riquelme, el tutorial

El documental de De Caro en el que se ve al Román acusado como lento, puesto lento de verdad. El antecedente de Zinedine Zidane

Juan Román Riquelme, ídolo de Boca
Juan Román Riquelme, ídolo de Boca (Fotobaires)

Por Ignacio Fusco

¿Se acuerdan del juego ése en el que había que unir puntos sin levantar el lápiz? Venía en las revistas infantiles; viene todavía. A veces eran puntos, a veces números. Los puntos eran obviamente más difíciles que los números. La concentración a la que se llegaba al apoyar el lápiz en el punto inicial era sublime, oriental; más que un juego o un ejercicio, parecía que se estaba por empezar a levitar. Luego, había tres movimientos vitales: apretar el lápiz sobre el papel con la fuerza de una excavación petrolífera, sacar la lengua sin saber que se la estaba sacando y elegir hacia dónde empezar. Generalmente el juego fluía, después obvio que siempre había dos o tres momentos en los que la presencia de esa respiración karateca volvía, mientras –lentamente– una figura se empezaba a descubrir: un payaso, un dragón. Lentamente aparecía, de alguna manera, la verdad. Era como un tutorial, un mapa para entender cómo se hacía un dibujo o el esqueleto de un dibujo, exactamente lo mismo que hacía Juan Román Riquelme cuando se paraba en la mitad del mundo y unía a sus compañeros con pasecitos que en el momento no se entendían nada y finalmente eran el mapa de una jugada genial. Riquelme no era un jugador de fútbol: era un tutorial. Un tipo que hacía que el dragón apareciera siempre. Un maestro que enseñaba a dibujar.

El último viernes, el actor, guionista y director Sebastián De Caro subió a YouTube el documental Román. La idea original había sido estrenarlo en 2017 en el BAFICI, el festival de cine independiente de Buenos Aires, pero como entonces no tenía la autorización de Riquelme, que no lo había visto, eligió suspender la proyección. En estos días, como el líder vio la cinta, la autocensura se levantó. Así que ahí tenemos, para siempre y para todos, Román: una persecución de más de 16 cámaras —algo inédito en la filmografía deportiva argentina— durante su último partido en Boca, el 11 de mayo de 2014, en un 3-1 a Lanús. El partido se jugó en la Bombonera, todas las cámaras lo ponchan al ras del suelo y, mientras lo vemos –Riquelme saluda a la hinchada, Riquelme recibe el primer pase, Riquelme simplemente mira el juego, Riquelme se queja de un foul–, un coro de voces lo acompaña jubiloso: primero lo saluda el Indio Solari, después lo describe Alejandro Dolina, luego aparecen Juan Pablo Varsky, Daniel Arcucci, Gonzalo Bonadeo, Martín Caparrós. Tal vez sin quererlo, la oferta es doble: se puede prescindir del video y solamente escuchar la música de las voces como si fuera un podcast, un homenaje radial. Mientras tanto, De Caro parece confiar en que todos reconoceremos a quienes hablan, porque nunca jamás escribe un epígrafe con sus nombres, quiénes son; no escribe que Eduardo Aliverti es Eduardo Aliverti, no aclara que el filósofo Tomás Abraham es –suponemos– el filósofo Tomás Abraham. Están también Darío Sztajnszrajber, Gastón Pauls. Y acá viene la decisión más importante de todas: la hora que dura la película –toda, toda la hora que dura la película– es en slow motion. El Riquelme acusado como lento, puesto lento de verdad.

De Caro había contado en una entrevista con la revista El Gráfico que quiso hacer algo parecido a lo que había visto en Un retrato del Siglo XXI, un documental que el escocés Douglas Gordon y el argelino Philippe Parreno hicieron sobre Zinedine Zidane. Lo mismo: diecisiete cámaras filmaron a la vez al monje francés en su último partido en el Santiago Bernabéu, un 3-3 entre Real Madrid y el Villarreal de –al Guionista de Todos le encantan estas casualidades tontas– Juan Román. El tema es que, con Zidane, los directores respetaron la velocidad real del juego –mientras, cada tanto, mechaban también las imágenes de la televisión. Y lo que pasaba, entonces, era esto: hay una jugada, por ejemplo, en la que el francés está tirado de 11, encerrado entre la línea, el 4 y el 2. Primero aparecía la imagen de la tele, la típica apilada de Zidane que luego cualquiera se mandaba en el FIFA; nada: su rutina, el tic, R2. Pero entonces, inmediatamente, el documental te cambiaba el plano, y lo que aparecía era la insólita realidad; esa misma jugada, al ras del suelo, como si nosotros fuéramos el 5 que venía a dar una mano desde atrás. Imposible. Lo que había hecho ese tipo era imposible. La cantidad de veces que había movido el torso en una carrerita de cinco metros para vender un enganche que no llegaba –mientras, la pelota no la tocaba nunca– no se podía creer. No teníamos que ser nosotros lo que debíamos ver todo más lento, era él en realidad quien veía todo así. El 4 y el 2 eran, para Zidane, las balas de Matrix. Entonces, zac: engancho acá, paso por allá. Y pasaba. El hijo de puta lograba pasar.

La belleza es belleza, no hay que alterarla ni subrayarla, es algo hermoso que sucede nomás. Si De Caro eligió en cambio la siguiente ironía (“ya que todo el mundo dice que Riquelme es lento, voy a hacerlo lento de verdad”) el documental no es entonces una “carta de amor para un jugador genial”, como el mismo actor ha escrito en la intro, sino una devolución rencorosa a quienes no sintieron ni entendieron la belleza de Román. Una hora de jugadas en cámara lenta. Una hora, de jugadas, en slow. Una hora. Aunque también es cierto que el estreno iba a ser en cine, pantalla gigante, la fotografía está buenísima, quizá hubiera sido un boom. O quizá simplemente lo hizo así para que Riquelme no se retirara nunca. El último partido del nene que juega a unir los puntos en la revistita haciéndose cada vez más lento, creando un tiempo nuevo, un fútbol en cuarentena, encerrado en sí mismo, del que no se puede salir. Y, entonces, el Riquelme de Boca es eterno. Riquelme no se retira jamás.

Hay un texto divino del estadounidense David Foster Wallace que siempre recuerdo cada vez que me obnubila el talento luminoso de un crack. Es sobre Roger Federer, se llama El tenis como experiencia religiosa, pero puede ser también sobre Maradona, Riquelme, Messi, Zidane. “Los deportes de élite –escribe Wallace– son un vehículo perfecto para la expresión de la belleza humana (…) Su poder y su atractivo son universales. No tiene nada que ver ni con el sexo ni con las normas culturales. Con lo que tiene que ver en realidad es con la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo”.

Por último, un paréntesis que tal vez no tenga nada que ver con esto. A aquel Lanús lo dirigía Guillermo Barros Schelotto. Dos semanas antes, Riquelme había metido su último gol en Boca, un derechazo de penal en un 4-2 a Arsenal, equipo que entonces dirigía, ¿sabén quién?, Martín Palermo. O sea: el trío que fundó un nuevo Boca, despidiendo involuntariamente al líder, veinte años después. Como si Riquelme también hubiera planeado esto, porque siempre –siempre– aparecerá el dragón. El técnico de Boca en esos partidos fue obviamente Carlos Bianchi, que con sus lentes grandes, negros y cuadrados como televisor de los 80 observó el último invento del crack: aquel caño de espaldas, sin tocar la pelota, que se comió Izquierdoz. El pase había sido para Gigliotti. Ahora sí, no sabemos si esto último fue también obra del maestro. Mientras paraba la pelota, Gigliotti buscó limpiarse a los dos tipos que lo querían acorralar. Hay algo macabro, adivinatorio en todo esto. Pisó la pelota. Quiso girar, quiso cubrirla. Perdió el equilibrio. Se cayó.

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