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Opinión

¿Para qué sirve el fútbol?

Por Ignacio Fusco

¿Para qué sirve el fútbol? Para viajar en el tiempo. Para viajar en el tiempo y para ser cada tanto aquel nene de ocho, aquella nena de nueve, once, doce años, según cuando te hayas asomado por primera vez; es eso: es el retorno semanal a la niñez.

El fútbol es la infancia. ¿El fútbol es la infancia? Antes de seguir quizá deberíamos ponernos de acuerdo en eso: el fútbol es la niñez, nace y se detiene ahí. Con otras cosas (el trabajo, la familia, los amigos, el amor) la vida puede anclarse en cualquier punto, ahí la cosa ya es más personal. Sos un tipo de sesenta y cinco años que quiere cumplir o remediar algo que soñó o que hizo el de veintitrés, es cada uno librando su batalla, una existencia dedicada a salir del laberinto que cada uno se construyó; todos tenemos una charla, una negociación constante con un yo que quedó detenido en algún punto del pasado, pero ahí intervienen todos los azares del universo. En el fútbol es distinto. El fútbol se detiene cuando comienza. Es la infancia, es la niñez. Podrás tener cincuenta y nueve años que sin embargo alguien te dirá “Bochini”, y serás feliz. Es la misma sonrisa de mi nene de siete cuando empieza a sonar la canción de Avengers. Una sonrisa que no cambia más.

Sin embargo, hay una diferencia ahí. Mientras Iron Man caerá, Bochini será un superhéroe que también estará disponible en la adultez. El fútbol tiene eso: superhéroes para adultos, apellidos imbatibles para nuestra pequeña eternidad. Goycochea nació en el patio del recreo de segundo grado y llegará tu cuarta hipoteca y él estará ahí. Incluso te comprarás el buzo. Large o extra large. Y la sonrisa será igual.

A quienes piensan que este viaje puede lograrse con cualquier cosa (una publicidad, un recital, Cavallo anunciando la Ley de Convertibilidad) primero les diremos que obvio, por supuesto, y después les insistiremos con esto: hay algo sin embargo que solo sucede en el fútbol, y es el deslumbramiento infantil ante un acontecimiento que luego se repetirá todos los fines de semana, por los siglos de los siglos, más o menos igual. Hay un partido, hay una serie de jugadores, un estadio, un rival, podrán cambiar las circunstancias (un día, un insípido lugar en la mitad de la tabla, otro día la chance de ser campeón), pero en el fondo es una historia que ya vimos, una historia que —salvo las excepciones obvias— ya sucedió. Y acá viene el viaje, lo espectacular: la puesta en marcha del olvido repentino, ser de nuevo el nene, la nena de la primera vez. El Cementerio de los Elefantes emergiendo de la tierra como un caparazón gigantesco allá a lo lejos mientras vos te acercás caminando, tus ojos los mismos ojos del asombro de cuando te llevaron de la mano en el año 92. Lo único que no cambia nunca son los ojos: nuestro mundo se guarda ahí. Un libro, una película, una canción, todo eso se puede volver a escuchar, a ver y a leer y siempre mutará, mutará porque es arte, mutará porque nosotros cambiamos también, pero el fútbol no, el fútbol tiene la precaria bestialidad de aquella vez: ganamos, perdimos, no puede ser tan burro el 4 que pone el entrenador. Las palabras son siempre las mismas y sin embargo ahí estamos. Olvidamos para volver a vivir.

Una hermosura que quizá se explique —aunque esto no sea necesario— porque solo sucede una vez. El freno y el zurdazo de Rubén Paz ante Independiente solo ocurrió ese día, fue un instante nada más: dos segundos en la vida de un hombre que fue mil hombres y jugó mil partidos más. Y sin embargo, disculpe que se lo diga así pero sin embargo, 45 años, hombre grande, miresé: yendo a la cancha a ver si el chileno Mirosevic le hace sentir algo igual. Por eso después lo putea, pero el equivocado es usted. No, no se me enoje: el equivocado es usted. Es usted. Porque después cayó Diego Villar y le hizo lo mismo. Por eso también se emocionó cuando Racing volvió a usar, hace poquito, un modelo de camiseta más o menos parecida a la de Rubén Paz. Como le dijo Redondo a Maradona después del doping del 94, el día que Argentina perdió con Bulgaria: “Te busqué todo el tiempo. Te buscaba todo el tiempo y no te vi”.

Bueno, es la contraindicación de todo esto: como les pasa a los futbolistas, nosotros también envejecemos a toda velocidad. Riquelme se retira y ya hay personas de veinticinco años diciendo que fútbol, fútbol, fútbol, hermano, fútbol era el que jugaba él. Es la condena del retorno: un punto al que es imposible volver. Y por eso lo intentamos. Por eso el fútbol no es un juego, no es ganar, no es perder. Por eso mismo Boca no es Boca. Boca no es Boca, no. Boca es otra cosa. Boca es el empujón que le pegué a mi mejor amigo en el atrio de la iglesia de mi pueblo porque me estaba gastando por el Nucazo de Guerra, Boca es la voz de Víctor Hugo un domingo en la quinta de un amigo de mi viejo, soy yo metido en el Renault 12 de mi tío escuchando el partido y mirando cómo almuerzan todos mientras los revienta el sol. Boca es mi abuelo en el sillón de su casa diciendo que el Chelo Delgado es malísimo, Boca es el Chelo metiéndole dos goles a River unos minutos después. Boca es mi abuelo diciendo que el Chelo Delgado siempre fue el mejor de todos. Boca es mi abuelo. Es su risa inesperada en el living. Mi abuelo, Twitter antes de Twitter. Su voz acompañando el partido sin parar.

El abuelo de Boca
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