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Opinión

El abrazo más grande del mundo

Nos preguntábamos qué iba a pasar cuando llegara este día. Nuestra imaginación no daba para tanto: hay una pandemia, un barbijo nos cubre la sonrisa, hace meses que lo único que hacemos es tener miedo y nos dicen que nos alejemos de nosotros mismos. En el medio de ese silencio, Maradona ha sacado al pueblo a la calle a llorar

El pueblo llora la muerte de Diego Maradona
El pueblo llora la muerte de Diego Maradona (EFE)

Por Ignacio Fusco

El hombre más amado de la Argentina murió triste y solo en su habitación. Estaba enojado, se sentía mal, se fue a acostar. Unas horas después, una abuela de 82 años que no lo había conocido nunca colgaba una bandera celeste y blanca en las rejas de su balcón.

Estamos adentro del día que siempre nos preguntamos cómo sería, qué iba a pasar. Obviamente, nuestra imaginación no daba para tanto: hay una pandemia, un barbijo nos cubre la sonrisa, hace ocho meses que lo único que hacemos es tener miedo y encima nos dicen que nos alejemos de nosotros mismos, que no se puede salir. En el medio de ese silencio, Maradona ha sacado al pueblo a la calle a llorar.

Maradona nos une. Maradona nos da ganas de abrazarnos, de gritar. Audios de WhatsApp cortados por el llanto, mensajes a un amigo en la madrugada para saber si él está sintiendo lo mismo que vos. No habrá en la Historia un abrazo más grande que el que millones de personas se han dado hoy. Un hombre que hacía la cola hacia la Casa Rosada tenía una pierna enyesada y, en una mano, un bastón. Un amigo le había llevado una silla de plástico y él avanzaba dando saltitos, en un pie. Si Maradona decía que era uno de los pocos argentinos que sabía cuánto pesaba la Copa del Mundo, nosotros hemos descubierto en estos días cuánto pesa la alegría, la infancia, la fascinación.

Y sin embargo no se llora por eso: alegrar nos han alegrado muchos, muchos han ganado y han jugado hermoso también. A Maradona lo lloran todos porque Maradona es identificarse, es sentir que en algún momento fuimos él. Maradona gambeteaba y mientras lo hacía parecía siempre que se iba a caer; o la cancha era horrenda y lo pisaban, o aparecía un coreano con una voladora, o tenía un tobillo machucado, la cosa es que el tipo terminaba su magia y se lo veía siempre transpirado, lleno de barro, con moretones, como si aquello le hubiera costado un montón. Maradona volvía de un gol como hubiéramos vuelto nosotros. Es la felicidad de los pobres, es la belleza que viene del barro, y no es que después iba y se sacaba una foto con su hermosa familia, nos mostraba su mansión: Maradona salía de ahí y se peleaba con un presidente, se depilaba las cejas y se iba a un boliche a escabiar. Iba y la chocaba toda. Llegaba tarde a ver al Papa y después lo bardeaba por su poder. Es impunidad y brutalidad, pero es la impunidad y la brutalidad con la que nos recuerda de dónde vino. Maradona es inteligencia, es libertad. Y fue esa entrega, esa explosión, con la que se nos acercó para siempre. No hubiera alcanzado solo con el juego, aunque incluso en él, en el medio de lo imposible, el tipo nos haya hecho participar. Los moretones, su furia. Es algo que conocemos todos. Lo podemos imaginar.

Y por eso lloramos. Porque una cosa es que haya jugado hermoso y otra cosa es llorar. No lo conocés y llorás. Y llorás porque cayó. Maradona cayó. Lo amamos porque cayó. Y porque nos contó siempre cómo cayó. Maradona soy yo. ¿Cómo se cuenta la felicidad? La felicidad se agota en sí misma, no hay nada ahí. Maradona es todo lo contrario: incluso en el Día contra los Ingleses hay una guerra pasada, un equipo que llegó a ese campeonato hecho pedazos, un gol tramposo que nadie vio. Maradona es nosotros: ese ruido en el cuerpo, esa necesidad de gritar. No aguantar lo que nos pasa y por eso excederse, equivocarse, caer. Estar gordo, retirado, aplastado; sentir de repente que hay que levantarse, hacerlo de a poquito, salir a trotar por el silencio de La Pampa, ver un cachito de luz. Ser vos de nuevo. Verte al espejo y que aparezca tu cara ahí. Acercarte otra vez a la gloria, que aparezca una enfermera de verde a agarrarte de una mano. Empezar a caminar. No volver más. Perder de nuevo. Llorar. Maradona es llorar.

Todos sabemos que vivía en Segurola y Habana porque nos lo dijo él. Un día se calentó y lo dijo: cuarenta y tres diez séptimo piso. Y no me dura treinta segundos. El hombre más conocido del mundo, el hombre más amado de la Argentina dijo un día, en un canal que veían más o menos veinte millones de personas, dónde era su casa, dónde vivía él con sus hijas, mansito, ahí. Una especie de entrega. Una entrega más.

Porque aunque en la vida la mayoría del tiempo estemos solos –solos por la imposibilidad de que los otros entiendan nuestra vida, nuestras frustraciones, solos por no poder comunicarnos, ése es el verdadero dolor–, y porque aunque la muerte sea horrenda y sea bobo todo consuelo (pensemos en las hijas), solo nos queda una cosa y es mentirnos, inventarnos una historia, un cuentito infantil. Es lo que hacemos todo el tiempo, para tranquilizarnos. En mi caso, el tipo es la entrega. El tipo multimillonario que vivía en una mansión en el Golfo Pérsico que necesitaba un amor que no sabemos cuál era, y vino y murió acá. La última vez que Maradona estuvo en una cancha con público fue en la Bombonera, y Boca salió campeón. Seguro que es una pavada decirlo porque nadie busca cuentitos, pero el hombre pudo haber elegido la paz que lo habría mantenido vivo y en cambio quiso seguir siendo Maradona, el ruido de seguir siendo Maradona, ofrecerse, ir por las canchas una vez más. Y antes de ésa de la Bombonera estuvo en la cancha de Independiente, a la que él iba cuando era chico, y Bochini, su ídolo en Fiorito, le dio la Copa del Mundo y lo abrazó. Maradona es la infancia, Maradona volvió a ella antes de que este virus de mierda nos encerrara a todos pero fundamentalmente a él. Además, ese día, después del abrazo, pasó otra cosa. Diego se acercó al banco de suplentes. Es la imagen que hemos visto todos durante este tiempo: el camperón de Gimnasia, las rodillas rotas, el sobrepeso, los casi 60 años que parecen mil. Está encorvado, lento, solo, mirando para abajo, y entonces la gente canta “el que no salta…”, y Diego mira a todos. Algo le pasa en la cara. Diego sonríe. Sonríe, y empieza a saltar.

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