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Opinión

Marcelo Gallardo venga a Gallardo

El técnico de River llegó al club, hace seis años ya, con una pregunta que lo atormentaba: “¿Por qué carajo?”. Se refería, el Muñeco, a las eliminaciones de River en los 90, las eliminaciones coperas que él y muchos cracks no pudieron evitar: la mayoría, encima, ante Boca y equipos brasileños, los rivales contra los que su River tiene ahora mayor efectividad. ¿Cómo se construyó el Gallardo entrenador? Historias, ideas y obsesiones: perfil del hombre más determinante de los últimos 30 años de River

Marcelo Gallardo, DT de River
Marcelo Gallardo, DT de River (Fotobaires)

Por Ignacio Fusco

Marcelo Gallardo nace del fracaso y el dolor, es un hombre que ha venido a vengar las muertes del Gallardo anterior. “¿Cómo puede ser que nosotros –le dijo una vez a Enzo Francescoli, apenas comenzaba su ciclo en River–, con tantas figuras en el equipo y tantos campeonatos locales, no hayamos podido aprovechar todo eso en las copas?”. La pregunta –la charla, la obsesión– la develó el mismo técnico en el imprescindible libro Gallardo Recargado, de Diego Borinsky. Gallardo era un enganche hermoso que entre el segundo lustro de los 90 y el primero de los 2000 perdió cinco semifinales de Copa Libertadores, tres de ellas contra equipos brasileños y otra, eterna, en 2004, frente a Boca en el Monumental; en un gesto valiente, imposible, ficticio, lo que ha hecho Gallardo fue, sencillamente, venir a cambiar su pasado. ¿Se acuerda ahora alguien del Arañazo? ¿Alguien se acuerda? Aquella furia, aquella impotencia: esa expulsión. Gallardo vino y cambió su muerte, la hizo desaparecer. Es la historia de un hombre que llegó desde otro tiempo. La venganza del técnico ciencia ficción.

“Como jugador nunca alcancé a tener una continuidad que me convirtiera en un jugador fundamental, nunca terminé de redondear la cuestión para que el hincha se sintiera totalmente identificado conmigo. Y ése fue el sentido que encontré para venir a dirigir a River, ese desafío –contó el entrenador, el día que se presentó el libro–. Yo no quería que mi historia con el club en el que nací y crecí fuera otra vez incompleta, yo quería redondear”. Ese desafío, ese sentido, era justamente restaurar las caídas que el club ya vivía con naturalidad, derrotas que parecían una imposición que lo excedía, una adicción que ya ni se ocupaba de controlar. Los hinchas de River se acordarán con precisión: afuera de las semis de la Libertadores 95, en el Monumental y por penales, contra Atlético Nacional de Medellín; afuera de las del 98 contra Palmeiras, 0-3 allá con baile, y de la del 99, frente a Vasco, al que vencía 1-0 acá (e iban a penales) pero apareció un golazo de Juninho a nueve minutos del final; los penales del Boca de la gallinita de Tevez en 2004, otra vez apagando el Monumental, y otra vez un brasileño, San Pablo, que ganó la ida y la vuelta, apenas un año después.

En todas esas series –en todas– jugó Gallardo.

“Eran eliminaciones muy duras, viste, en casa, y yo decía: ‘¿por qué carajo?’. Lo pensé mucho todo eso”, cuenta en el libro. Por qué carajo, entonces, por qué: la respuesta que encontró Gallardo fue que a aquellos River les faltaban lo que tienen los suyos ahora, una tensión y una voracidad que no dejan que el rival ni respire ni piense, “un plus, ahí es donde considero que vos empezás a hacerte respetar, cuando les hacés saber a todos que tenés una mentalidad que para ganarte van a tener que matarte. Cuando vos generás eso en un equipo, ahí decís: 'che, este equipo es bravo' (…) La mística copera no es propiedad de las instituciones, la mística te la dan los momentos en que vos generás esa mística, precisamente”.

La mística te la dan los momentos en que vos generás, precisamente, esa mística: la patada de Vangioni al Burrito Martínez en la Sudamericana y el penal de Barovero en la revancha en el Monumental. Ponzio y Kranevitter enjaulando a Gago en la Bombonera y Teo haciendo de Teo en Brasil. Hipérboles, exageraciones que los otros River no vivían: quinientos centros y que Boca no empatara la serie en la Libertadores del año pasado, el palo de Jara en el último minuto en Madrid. Como jugador, Gallardo había disputado 16 clásicos contra Boca: había perdido siete, había ganado tres. Es un hombre que abolió su primera muerte. Nadie se acuerda ahora del Arañazo. Todos harán eterno a Madrid.

Y justo ahora que River jugará la ida de los octavos de la final de la Libertadores contra Athlético Paranaense en Brasil (la revancha será el 1º de diciembre), puede recordarse la otra saga de esta restauración. Mientras el Gallardo del pasado había perdido seis de los diez cruces coperos que jugó contra equipos brasileños, ahora, el Gallardo que ha venido a vengarlo ganó cinco sobre seis. El único que perdió, aquellos dos minutos que abrieron el cráter en Lima, el 1-2 contra el Flamengo de los bíceps y los tatuajes de Gabigol. En una final en la que el equipo había impuesto una voracidad y una presión europeas, al nuevo River le pasó lo que al viejo: en dos minutos todo se derrumbó.

Hay otro libro en el que también puede encontrarse la matriz que explica al técnico que hoy dirigirá su partido 300 en el club: se llama El pizarrón de Gallardo, se publicó después de la conquista de la Libertadores 2015 y lo escribió el periodista Christian Leblebidjian. Ahí, además de contar que le gusta leer libros de estrategias de guerra (también ha leído Legado, de James Kerr, un trabajo que reconstruye cómo los All Blacks transmiten su mística y su método de generación en generación), Gallardo devela su admiración por un deportista al que buscó absorberle su principal superpoder.

“A mí me gusta el tenis, aunque no tiene nada que ver con el fútbol, pero ¿viste? Lo hago por una cuestión mental. Hay personajes que te pueden aportar algo ya desde lo mental. Un Rafa Nadal, por ejemplo, que ya te ganaba con una filosofía mental que él tenía para sí y te lo expresaba cada vez que salía a jugar. En algún momento parecía que le tenías que pegar un tiro para ganarle. Nadal llevaba a un nivel de frustración a sus rivales… ésas son las cosas que intento sacar. Yo creo mucho en lo mental”.

Un River energizado con la fortaleza del hombre que parece no caerse nunca, un River que lo que mejor ha logrado en estos años ha sido prohibirles a sus hinchas la nostalgia, porque un día disfrutan de las lentas pisadas de Teo y al otro lo hacen con los cabezazos de Mercado o Alario en una final, porque un día se encandilan con las triangulaciones de Quintero, Palacios y Fernández y, más tarde, al ratito, observan a un River cuya amenaza más poderosa es que Borré y Suárez salen corriendo como cosacos a presionar. Gallardo ha transformado su historia y ha hecho una serie de River que también se transforman, según la circunstancia, el viento y el dólar blue. “A mí dame el campeonato argentino –ha dicho también en El pizarrón…– y dámelo así como está. Complicado, complejo de sostener una estructura, tener que mantener un cierto nivel, la exigencia de los clubes, todo hace que nosotros como entrenadores tenemos que estar en un límite continuo. Acá estamos sometidos todo el tiempo”.

El entrenador sometido, el equipo que más sabe someter: todos los equipos, todos los colores, todas las posibilidades en uno solo, el eterno River que él creó.

Porque, quizá, de no haber sido entrenador, los hinchas de River seguro lo habrían recordado como a uno de los 10 maravillosos de una legión de 10 maravillosos que el club educó: el Beto Alonso, el Burrito Ortega, Aimar, D’Alessandro, él. Pero sería una luz que seguramente se apagaría con el tiempo –la imbatible injusticia del tiempo–, y lo que quedaría entonces sería que los hinchas más grandes les contarían una noche a los más chicos que ese petiso de rulos que ahora están viendo de panelista en un programa de televisión jugaba de enganche, jugaba divino, y el pibe acaso diga, con todo el entusiasmo posible, “ah, mirá”. Ahora, más de trescientos partidos después, es al revés la cosa: el técnico más ganador de la historia de River sale a la cancha y los adolescentes ven al líder de toda su vida; no saben, pobrecitos, que la historia no empezó ahí. No saben que la historia es en realidad mejor, muchísimo, muchísimo mejor.

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