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Opinión

El corazón de Mascherano antes que la magia de Redondo

El Jefe jugaba para todos, ayudó a crecer a un genio como Messi, jamás le dijo “no” a la Selección y se ganó el respeto en un Barcelona glorioso. El Príncipe hacía jugar a todos y marcó una época en un Real Madrid ultra exitoso, pero vivió una relación tumultuosa con la celeste y blanca. A veces, hay que saber gambetear las tentaciones...

Mascherano y Redondo
Mascherano y Redondo

Entre el Príncipe que hace jugar a todos y el Jefe que juega para todos, en esa dualidad que involucra a la magia de Fernando Redondo y al corazón de Javier Mascherano, se filtran con prepotencia dos instantes con tanto peso propio que se registraron para siempre en la memoria futbolera:

MOMENTO 1: primero, la propuesta de pared para limpiar una jugada detrás de la mitad de la cancha. Enseguida, el avance por la banda y otro desafío, un mano a mano que resuelve con un taco para la memoria, con la pelota viajando por un costado de su marcador Berg y con él pasándolo por el otro lado. La aceleración hasta la línea de fondo y, en pleno vértigo, la frialdad para pensar, para levantar la mirada y para observar que su compañero entraba en soledad por detrás de todos. Asistencia y gol...

Lo del taconazo fue un momento de inspiración. Lo bueno fue verlo llegar a Raúl solo por el segundo palo”, reflexionó hace un tiempo Fernando Redondo, en el repaso de aquella obra que asombró al mítico Old Trafford, el 18 de abril de 2000, en una vuelta de cuartos de final de Champions League que concluyó con su Real Madrid ganándole 3 a 2 al Manchester United. Imposible olvidar semejante gesto de talento, matizado por ese taco que se había atrevido a dibujar en las divisiones menores de Argentinos Juniors pero jamás en el fútbol profesional.

MOMENTO 2: el 11 de los naranjas voló con la convicción que llegaría hasta el final, hasta encontrarse mano a mano con el arquero. Después, de una pared algo sucia con Sneijder, subió al máximo el nivel de velocidad. Nadie lo frenaba. El desenlace parecía inminente. Se venía el zurdazo cruzado. Sin embargo, de repente, el 14 celeste y blanco, el único que no se resignaba y lo corría, se deslizó por el piso y con el pie derecho le bloqueó el remate...

Tan grande fue el esfuerzo de Javier Mascherano para tapar el tiro de Arjen Robben que terminó híper dolorido. Parecía que se había desgarrado. Sin embargo, con sinceridad total, él aclaró al ratito: Me abrí el ano. Y por eso el dolor. ¿Qué querés te diga? No quiero ser grosero, pero fue así. Aquel cierre fue igual a un gol y le permitió a Argentina jugar una final del mundo. Es que estaban 0 a 0 y se acababan los 90 minutos de la semifinal contra Holanda, el 9 de julio de 2014, en el Mundial de Brasil. Más tarde, tras el alargue, se desataron los penales de la felicidad.

¿El Príncipe o el Jefe? ¿Redondo o Mascherano? Lo ideal sería combinarlos en un doble 5 que cualquier entrenador envidiaría. Es que asegurarían elaboración exquisita y equilibrio defensivo. Jerarquizarían las dos facetas vitales del juego. Pero si sólo hay espacio para uno, nace un contraste riquísimo.

La elegancia de Redondo seduce a primera vista. Claro que enamora. No es fácil encontrar un futbolista así, con tanta clase, mágico, capaz de hacer jugar a todos. Ahora bien: tampoco es sencillo hallar un jugador con el corazón de Mascherano, híper inteligente y solidario, con una capacidad de desplazamiento tan amplia como difícil de igualar, siempre dispuesto a jugar para todos, inclusive saliendo de su posición natural de mediocampista central para ocupar un lugar en la defensa, como lo hizo en el Barcelona sabiendo que era imposible quitarle el puesto al enorme Sergio Busquets. ¿Qué vale más en la búsqueda de una construcción de equipo?

Redondo dibujó una trayectoria excepcional. Después de nacer en Argentinos y de pasar por el Tenerife, se convirtió en ícono y capitán de un Real Madrid que marcó una época, levantando dos veces la Champions League, entre otros títulos. Pudo haber hecho más, pero las lesiones se lo impidieron y se despidió en el Milan sin provocar demasiado ruido.

Aunque todavía no la cerró, también la carrera de Mascherano luce con un brillo especial, siempre valioso en clubes inmensos, campeón de liga con River y con Corinthians, con cinco años de protagonismo en el Liverpool inglés, híper respetado en un Barcelona donde ganó 19 títulos en 8 temporadas, incluyendo dos Champions League. El breve paso por China fue una búsqueda de oxígeno y de dinero. El hoy en Estudiantes persigue un broche con mayor sabor.

A Redondo le faltó más Selección. Fueron apenas 29 partidos, un gol y un Mundial, el de 1994 que concluyó con Diego Maradona y sus piernas cortadas por el caso de dóping. Fue campeón de la Copa FIFA Confederaciones en 1992 y de la Copa América 1993, en Ecuador. Si el Príncipe no tuvo más celeste y blanca, según él mismo contó, fue porque no quiso cortarse el pelo cuando Daniel Passarella se lo pidió y porque luego no le gustó que el Kaiser disfrazara aquella negativa diciendo que no había aceptado jugar por la izquierda. ¿No hubiera sido mejor que se sumara a la celeste y blanca y que, una vez con el equipo, contara qué estaba pasando y cuáles eran sus diferencias con el entrenador? La otra deserción no se discute: en la Selección de Marcelo Bielsa, probó dos partidos, pero sentía que la rodilla izquierda no le respondía y volvió a bajarse. “A cualquier precio, no”, rubricó Redondo.

A Mascherano, en cambio, le sobró Selección. A tal punto que se transformó en el jugador con más presencias en la historia de la Mayor, donde inclusive debutó antes que en la Primera de River. Jugó cuatro mundiales y 147 partidos. Fue dos veces campeón olímpico, una vez subcampeón del Mundo y cuatro veces subcampeón de América. Le faltó un título con la Mayor. En una sociedad futbolística marcada por el exitismo, carga injustamente con ese peso y con la mancha de la frustración estruendosa en Rusia. Pero siempre se hizo cargo. Jamás renunció. El tiempo pondrá todo en su lugar.

Entre todas las virtudes de Mascherano, hay una en la que saca ventajas. Es capaz de llevar de la mano a un genio, de ayudarlo en su crecimiento. Así lo hizo con Lionel Messi, tanto en la intimidad del vestuario del Barcelona como en la Selección. Vaya mérito. El apodo de Jefe le cae a la perfección.

Jamás Mascherano podría haber hecho una jugada como aquella de Redondo ante el Manchester. Imposible que alguna vez el Príncipe hubiera coronado un cierre como aquel del Jefe frente a Holanda. Jorge Solari, ese formidable formador de Renato Cesarini de Rosario, hace un tiempo sentenció: “Mascherano es más completo que Redondo”. Discutible también.

Todo pasa por los gustos. A veces, para la construcción de un equipo, resulta mejor eludir las tentaciones. Antes que la magia de ese Príncipe que enamora porque hace jugar a todos, el corazón de ese Jefe que emociona porque juega para todos y se desgarra por todos.

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