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El día que el Pulga Rodríguez perdió tres dientes de un codazo en un partido que pagaba cinco veces su sueldo de albañil

Conocemos unas de las increíbles historias dentro de las mil vidas del Pulga Rodríguez, el ídolo con una carrera que tiene la intriga y la velocidad para ser una road movie maravillosa

Por Ignacio Fusco

A la edad en la que Sergio Agüero debutaba en Independiente –a la edad en la que Lionel Messi debutaba en Barcelona, a la edad en la que Carlos Tevez ya había jugado un Sudamericano Sub 17 y a la edad en la que la mayoría de los delanteros grossos del futuro ya se entrenó al menos una vez con el plantel profesional–, Luis Miguel Rodríguez se prepara para patear un penal. Tiene entre 15 y 17 años, obvio, y en ese instante justísimo en el que el arquero lo mira, tiene tres dientes menos también: el lateral izquierdo del rival acaba de volárselos con un codazo preciso y lógico para un partido así. Un partido así: un desafío entre dos equipos tucumanos que pusieron 20 mil pesos como premio, pozo, tesoro, el palmarés con el que después saldrán a bailar. Su equipo se llama Los Amigos: el otro, Buena Vista. El partido está 2-2 y ya se caldeó hace rato, pero no por el codazo, el codazo es lo de menos, ni siquiera fue ésa la jugada del penal: el partido se caldeó hace rato porque Luis Miguel Rodríguez se enojó con su hermano más grande, Walter, el Pulga original. Como en unos días tenía una prueba en un club, sus compañeros le habían ordenado que ni se le ocurriera jugar. "Quedate ahí afuera, ya está", le había dicho Walter, dando pie al desenlace más obvio de todos: el partido se puso fiero, Buena Vista metió el 2-1, Luis se calentó y quiso jugar.

Agarró unos cortos que había por ahí, se entró a cambiar. Apenas su hermano lo vio le repitió que no, agitó a sus compañeros a que también lo frenaran, que ni loco lo dejaran jugar. "¡Listo, me voy! ¡Yo me voy!", se sacó de repente Walter, ya con el torso desnudo y la camiseta en un puño, caminando para afuera, a ver si así lo podía parar. El partido se había frenado por ese acting que a Luis –que todavía no es el Pulga–, parece, mucho no le importó: se ató bien las zapatillas, entró, puso el 2-2, le volaron tres dientes y ahora se prepara para patear un penal. Después del partido terminará con todos sus amigos en un hospital de San Miguel de Tucumán, pero eso será en un rato. Ahora, la figura del primer Colón de Santa Fe campeón del fútbol argentino –el primer club de la historia que se consagra, además, sin ser de Buenos Aires, fuera de Newell’s y Central– se prepara para patear un penal que vale cinco veces su sueldo de albañil.

Esa fue una de las dos veces que el Pulga dejó de jugar: entre los 15 y 17 años la primera, y entre los 19 y 20 de la que parecía que ya no iba a retornar. "Tenía una panza", contó en una entrevista que en 2019 le concedió al programa Interior Futbolero, de TNT Sports. Es la historia del papá de Los Increíbles: un tipo que un día guardó sus superpoderes y se puso a laburar, engordó, se cansó, entendió o sintió que debía volver y trabajó en silencio para hacerlo. Durante las dos veces que creyó que ya no jugaría hizo lo mismo: laburó de albañil con Pedro —su papá— mientras, con Los Amigos, peregrinaba pateando desafíos por plata en Tucumán. En moto, en rastrojeros, en remís, salían a jugar al campo —Río Colorado, Buena Vista, Monteagudo, Nueva Trinidad— en canchas que quedaban a unos 20, 30 ó 40 kilómetros de Simoca, donde él vivía, y cuyos guardianes asombrarían inmediatamente a un porteño de cafetín: lugareños con facones a la cintura, caballos que algunos jugadores se chocaban porque a veces se ponían a pastar muy cerca del lateral. "Eso sí, cada vez que se acordaba la guita por la que íbamos a jugar el Pulga no ponía nunca. Nunca es nunca —se acuerda uno de los amigos del 10, Ariel Brito, charlando con TNT Sports—. No tenía nada para poner". En una entrevista que hace diez años le dio al periodista Gustavo Grabia, del diario Olé, el delantero de Colón describió algo más que aquellos puñales y caballos: algunos alambrados que bordeaban los laterales tenían púas. "Y los defensores te tiraban ahí –le dijo–. Mirá si voy a tener miedo en Primera División".

La carrera del ídolo de Atlético Tucumán tiene la intriga y la velocidad para ser una road movie maravillosa: juega para una filial tucumana del Inter de Milán, lo engaña un representante en Europa, se deprime, deja el fútbol, trabaja de albañil, sale de joda, se olvida del fútbol, vuelve al fútbol, juega en uno de los clubes de su ciudad (Unión Simoca), pasa a Racing de Córdoba, es suplente en un club de la Tercera División, su equipo asciende a la B Nacional (en una final contra el Atlético Tucumán de Walter, el Pulga original), otra vez deja el fútbol, saca panza, trabaja de albañil, le crece más la panza, vuelve a jugar (de aburrido nomás, porque en las siestas su novia estudiaba y él no tenía nada para hacer) y vuelve a hacerlo en un club que —como corresponde a esta historia— no existe más: el equipo de un sindicato, el Unión Tranviaria Automotor. Lo ve el Indio Jorge Solari, se lo lleva a Atlético Tucumán. Recién a los 20 años Luis Miguel Rodríguez decide definitivamente que de su talento hará su vida. Como escribió el boliviano Víctor Hugo Vizcarra en la primera línea del libro Borracho estaba pero me acuerdo, uno de los mejores comienzos de la literatura universal: "Nací viejo". El Pulga nació viejo. Es un héroe que tenía tres vidas antes de empezar.

***

Luis fue el tercer hijo de Pedro Rodríguez y María Beatriz Ardiles. Sus hermanos mayores eran Walter y Karina, y unos meses después de que él cumpliera un año, un añito, nació la cuarta hija, su tercera hermana: Silvia Soledad.

Los chicos y los bebés dormían todos, los cuatro, en un mismo cuarto. Silvia Soledad tenía siete meses cuando murió.

"Y ella mi chiquita se murió, se me murió, y era Miguel, pobre, el que llenaba el vacío de mi hija, el bebito que estaba ahí", contó María, su mamá, en un especial que en 2018 produjo el diario La Gaceta de Tucumán. Durante la Sudamericana en la que Colón fue subcampeón murió Pedro, su papá, y por eso el Pulga había empezado a festejar levantando los brazos hacia el cielo. En aquel entonces — después de que su hermanita Silvia se murió— su mamá decidió algo: le pidió a una señora conocida que dejara ahí arriba de la mesa de la cocina una notita para la familia ("lo hizo porque yo le dije, yo no sé escribir"), esperó que su marido se durmiera, salió de la habitación, empezó a caminar.

"En casa no había luz corriente y allá al fondo los vecinos nos habían tirado un cable. Era de noche, estaba todo lleno de agua, llovía, mi esposo dormía y yo –le contó María a La Gaceta– agarré el cable, llegué. Había una solución y era no vivir más".

María tenía el cable en una mano cuando supo que no se había dado cuenta de una cosa: su bebé chiquitito de un año se había despertado y estaba ahí atrás.

"No lo había visto. Miguel se había despertado. Y me agarró de la pollera. Yo no lo vi".

El penal fue gol.

Y las 20 lucas fueron para Los Amigos, que finalmente ganaron 3-2.

Mientras tanto, Luis Miguel Rodríguez terminó en el hospital de San Miguel, a 50 kilómetros de Simoca, donde habían jugado el desafío. Lo llevaron sus amigos, todos juntos, para que le atendieran el vacío que le había dejado el defensor.

"Y yo todavía sigo jugando, acá en veteranos, con el tipo que le dio el codazo: Nicolás Gerez", se acuerda Brito. La historia es maravillosa. Unos días después del desafío a Gerez todavía le dolía el codo. A él mucho no le importaba, pero su hermana lo convenció de que se fuera a hacer ver. Medio refunfuñando, Gerez fue. La inflamación era evidente. Que ahí todavía estaba uno de los dientes de la figura de Colón, también.

El cariño, el amor a un futbolista no suceden solamente por cómo juega, cuántos goles hace, qué título ganó: acaso lo más importante —silencioso y en el fondo— es qué representa ese hombre, qué historia ha venido a contar. Si Blas Armando Giunta permitió en los 80 y los 90 que millones de hinchas pudieran imaginarse que eran ellos quienes trababan la pelota ahí —si Cristiano Ronaldo es un boxeador o un fisicoculturista que se hizo a sí mismo, un tipo que a los 12 años le juró a un compañero que sería el mejor jugador del mundo y hoy es el póster involuntario del sueño americano, la meritocracia blanca al poder—, el Pulga ha llegado a este siglo para ser el último representante de la clase trabajadora nacional: un tipo que podría haber vegetado en los infinitos torneos del Interior y no, que podría haber sido el mito del crack engañado y tampoco, que podría haber tenido una sola tarde de gloria en Primera —y luego ser una pieza del museo baldosero—, y nada que ver. El Pulga es un outsider, un 9 que estará en los libros del futuro sin haber pasado nunca por el centro del poder que es la egocéntrica Capital Federal. Alguien que parece haber venido desde el fútbol de los 70 y los 80, un hombre que quizá vive en el pasado aún. "Y que ahora va y da un saltito antes de patear los penales, ¿vos lo viste? —reaparece su amigo Brito— Cuando jugaba con nosotros de cinco penales que pateaba erraba dos y ahora salta antes de patear el caradura, no se puede creer". El viernes 4 de junio de 2021, en San Juan, el Pulga ha dado otro salto, otro saltito: el que lo llevó a la memoria definitiva de un pueblo; a su eternidad.

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