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Cuando Messi dirigió a Messi

La historia de cuando Leo era Piqui, un pibe ordenado y que cumplía lo que pedía el entrenador, al de ahora, el original, el de siempre: explosivo y calentón, que pierde un partido y le dice corrupta a la Conmebol. Conocé la historia de cuando Jorge Messi lo dirigía 

Lionel Messi sonríe en la práctica de Barcelona
Lionel Messi sonríe en la práctica de Barcelona (EFE)

Por Ignacio Fusco

El técnico del equipo rival fue clarito: adonde el pibe ése, Piqui, se entre a gambetear a todos como lo hace en cada partido del campeonato, ustedes —inclemencia, hacha— me lo bajan sin dudar.

Su equipo se llamaba Alice. Acaso no fuera el mejor mensaje para los nenes de siete años que entonces lo estaban mirando, pero bueno: estaban por jugar el clásico, eran visitantes, habrá entendido el hombre, de alguna manera había que intentar ganar. En una cancha de siete en el sur de Rosario comenzó el partido —un metro de pasto en los laterales, el resto un desierto de tierra, un poco de arena, piedras, piedritas, tierra otra vez— y Piqui se mandó a hacer, efectivamente, todo lo que había hecho en cada partido del campeonato: todo lo que quería él.

Entonces, patada. Una, luego dos. El entrenador de Piqui (así lo llamaban en la escuela) era su papá. Se pusieron 1-0. La secuencia, entonces, se aceleró: Piqui, patada. Piqui. Tierra. Piedritas. Patada. El papá, jefe de producción en la planta de talones de Acindar, no lo podía creer. Le habló por primera vez al árbitro. Seguían 1-0. Y seguían, los nenes de Alice, a merced de su guion: Piqui, patada. A Piqui a veces también le decían Maradonita (eso, acá, en el club), y otras veces también lo habían buscado como en este clásico, pero lo que estaba pasando entonces era criminal. Frená eso o saco al equipo!", se calentó el papá con el árbitro. Fue la única vez que el técnico de Alice dejó de gritarle a sus nenes e hizo silencio. Lo miró. Le contestó.

Lo que siguió fue entonces una secuencia que incluyó empujones, puteadas, nenes llorando, un partido frenado y más de veinte personas abandonando la tribunita que estaba al lado de uno de los alambrados para ir y sumarse inmediatamente a la nube, putearse, empujarse también.

Lo que siguió —años después— fue que al papá, entonces técnico de Grandoli, lo conocimos como Jorge, ideólogo y fundador de una marca que, según un estudio de Forbes Estados Unidos, facturó 127 millones de dólares entre 2018 y 2019 —marca denunciada en los Panamá Papers, ocho sociedades en paraísos fiscales, marca denunciada ahora por lavado de dinero por un ex empleado y un ex abogado de la Fundación—, marca que está entre las más conocidas del mundo porque lleva, grande, su apellido, el de su hijo: Messi, o sea Piqui, la bestia zurda que este lunes ganó su sexto Balón de Oro en París. Uno más que Ronaldo. Cinco más que Ronaldinho. Tres más que el inventor del fútbol que él juega, el fabuloso Johan Cruyff.

"Siempre cumplía y hacía lo que yo le pedía, siempre fue de hacerme caso a lo que le dije como entrenador", contó el mismo Jorge Messi en una entrevista que en 2013 le concedió a la revista alemana Kicker. La historia del inicio había sucedido en 1994. Un año antes, en 1993, la familia había vivido una escena maravillosa. Jorge es de Newell's. Jorge había jugado cuatro años en las Inferiores de Newell's. A Jorge le preguntaron entonces si Leo, su nene, quería hacer jueguitos antes de un partido: la presentación de Diego Armando Maradona en el club. "Le pregunté y me dijo —contó el empresario en la misma nota—: 'No hay problema, lo hago con mucho gusto'. Estaba muy enganchado, no sentía nervios ni presión".

Sin nervios ni presión, el zurdito de los superpoderes lo hizo. La gente de Newell's, hipnotizada, le tributó un cantito: Maradóoo! ¡Maradóoo!".

Hay historias que ganan otro sentido, historias que se reinventan, cuando se las cuenta de adelante para atrás. Mientras miles de madres y padres se están agarrando en este instante del alambre de una cancha de baby haciendo fuerza para que su niño sea el mejor de todos, ¿cómo habrá sido ser el padre, en ese momento, de quien podía serlo de verdad?

Messi dirigió dos años a Messi. "Siempre fue muy ordenado para jugar, cumpliendo con lo que yo le pedía. Incluso hoy es así. No importa quien sea el entrenador", le insistía Messi a Kicker. El hoy al que se refería era 2013, con Tito Vilanova en el Barcelona y Alejandro Sabella en la Selección, un Leo quizá diferente al de los últimos años, el que vivió la siguiente escena con Sebastián Beccacece en la Selección. En un entrenamiento durante el Mundial de Rusia el capitán andaba apagado, ido. Apenas terminó el ejercicio, el ayudante de Jorge Sampaoli se le acercó: "¿Y, Leo, cómo te sentiste, qué te pareció?". Messi le dijo: "Hagan lo que quieran, a mí ya me tienen cansado. Yo me voy", y encaró derechito para afuera. El 0-3 ante Croacia ya había pasado, e inmediatamente sucedió la famosa charla con Javier Mascherano, Sampaoli, Beccacece y el presidente de la AFA, Claudio Tapia, todos juntos reperfilando la travesía mundialista de la Selección.

Que fuera Jorge Messi quien lo ayudara a construir su carrera —haberle conseguido la prueba en Barcelona, ser su representante, crear su fundación— quizá haya colaborado a la creación del primer Messi que conocimos, la primera idea que nos hicimos de él: manso, calladito, un adolescente que había sido diseñado directa o indirectamente para enamorar amas de casa, para consumir. Pero hay otro Messi, que es en realidad el Messi original, el de siempre, solo que recién ahora se quiso mostrar: explosivo, calentón. El crack que erra un penal en una final y renuncia. El barbudo que pierde un partido y le dice corrupta a la Conmebol.

Haber sido su entrenador fue una de las tantas profesiones fugaces que su papá tuvo: también hizo tornillos en un taller metalúrgico, fue cobrador de un instituto médico puerta a puerta. Cuando dirigió al 10 de la Selección tenía entre 35 y 36 años. Por esa época también había nacido su cuarta hija, María Sol. Al último Messi que creció como un invisible proletario le pasó entonces lo que a cualquiera: un día de 1991, a sus 32 años, Acindar, la fábrica en la que trabajaba, lo echó. El presidente de Grandoli José Caprino— lo ayudó prestándole plata. Las personas que le contaron estas historias a TNT Sports también recuerdan otra escena: el papá de Piqui, Maradonita, encorvado sobre una escoba, limpiando y trapeando —un sábado a la noche, después de una fiesta— el salón del club.

Porque hay historias que lucen insignificantes pero ganan otro sentido —historias que se reinventan— cuando se las cuenta de adelante para atrás.

¿Cómo habrá sido ser aquel hombre de 35, 36 años, cuatro hijos, único proveedor sólido de una familia —Acindar lo reincorporó a los cuatro meses—, en el momento en el que sabe, siente, entiende, que su hijo más chiquito tiene un superpoder que alguien debe guiar?

En Grandoli, mientras tanto, cuenta el periodista Guillem Balagué en su libro Messi, una tarde pasó una cosa: quien fuera jefe de producción en la planta de talones de Acindar no pudo pagar los dos pesos que valía una entrada —y nunca más volvió. En Newell's, mientras tanto, pasó otra: el zurdito superpoderoso ya había crecido, tenía 12 años, él estaba desesperado porque no le alcanzaba la plata para sostener a la familia y pagar el tratamiento que el nene se hacía, y se lo contó al técnico que su hijo tenía en el club. A la mesa de la cocina de su casa, en el barrio Las Heras, se sentaron una tarde el director deportivo de Newell's Sergio Almirón—, el entrenador —Carlos Morales—, su esposa Celia y él. Sus hijos —María Sol, Leo— jugaban mientras tanto por ahí. Jorge le detalló a Morales que ya no podía pagar el tratamiento. Morales lo miró a Almirón. Volvió a mirarlo él. En estos días, ahora, Morales le contará a TNT Sports que aquello que le dijo a Jorge Messi sucedió durante un año y medio. Eso, ahora. Entonces, simplemente, la frase fue directa, cortita: "No se preocupe, Jorge. El tratamiento lo pagará Newell's".

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